miércoles, 20 de septiembre de 2017

La venezolana que me robó el corazón


Leía los periódicos en el pequeño puesto que estaba entre la alameda Chabuca Granda y el Palacio de Gobierno, en esos duros días de la huelga de maestros y de médicos, de la corrupción y la influencia de Odebrecht en el Perú. Agaché la cabeza, metí mis manos en los bolsillos y decidí caminar hasta la Real Plaza del Centro Cívico. 

Mientras caminaba por la plaza de Armas, ya no escuchaba a los que hacían tours en el Cerro San Cristóbal, por la tragedia sucedida hace unas semanas, del cual la informalidad y el descuido fueron los protagonistas de lo sucedido. Crucé la pista hacia el Jr. de la Unión y me di cuenta que, a pesar de la masa de transeúntes que caminan por allí en todas las direcciones, siguen pululando ambulantes, aquellos que ahora venden esos palitos para selfies, dulces, juguetes de todo tipo y más que nada el famoso finger spinner. Entre ambulantes, todo alrededor estaba cubierto por tiendas de ropa y comidas, un bullicio total, nada cambiaba desde la primera vez que caminé por ahí, que fue aproximadamente a los 10 años.

Más allá, mientras esperaba que el semáforo cambie a verde, al frente veía mendigos sentados alrededor de la iglesia La Merced y aunque estén sufriendo en este mundo, los religiosos los consuelan con la frase: “Dichosos los pobres, porque ustedes son el reino de Dios”, al menos estarán en su reino, que más quieren.

Luego me encontré cerca de Ripley, lo que fue el Palais Concert, y se me viene a la mente aquella frase del gran Abraham Valdelomar: "El Perú es Lima. Lima es el Jirón de la Unión. El Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo”. Qué pensará ahora que es una tienda por departamentos y no un centro cultural. Mientras pienso sobre aquellos años, me veo interrumpido por la llegada apresurada del metropolitano.
 

Todo seguía igual, hasta que oí un grito diferente: Arepas, areeepas, areeepas. Sí, muchos venezolanos vendiendo arepas, tisana y bombitas. Aquellas arepas eran el bocadito que todo venezolano vendía apenas llegaba. A 5 soles señores, decía uno con su clásico gorro alusivo a su bandera; otros tenían la bandera de su país en forma de casaca. Y por cada 100 metros me cruzaba con otro, junto a los gritos de aquellos que ofrecen tatuajes baratos.

Esquivando a la gente, aguantando el bullicio, estaba por terminar mi odisea cuando vi a lo lejos la plaza San Martín. En eso apareció ella, la reconocí rápidamente por su acento venezolano. Era tan hermosa, ella confirmaba la belleza venezolana, país que tiene la mayor cantidad de mises Universo y Mundo de Sudamérica. Nos cruzamos, así que sin pensarlo decidí comprarle unas bombitas. Mientras le hablaba me dijo que estaba muy cansada, que desde las 9am estaba parada. Así que se sentó cerca de un árbol para darme un par de bombitas.

Le pregunté muchas cosas, entre ellas me respondió que estaba desde abril de este año en el Perú, que empezó vendiendo arepas, antes por el Jockey Plaza y como se había mudado, ahora lo hacía en el centro desde junio. Tenía 28 años, había estudiado comunicaciones y que aún no tenía todos sus papeles aquí porque quisiera ejercer su profesión y que por ahora está día a día vendiendo. Pero no tiene vergüenza, ella se siente valiente al venir a otro país a vivir, a lucharla, porque no quiere sobrevivir en Venezuela, las cosas están duras allá y siente que corre peligro. 
Espera algún día regresar, aunque por ahora está pensando que sus padres y sus dos hermanos vengan. A pesar de todo, extraña su ciudad y su rutina, pero hay decisiones que hay que tomar y mientras más duras lo son, es más satisfactorio saber que fue la mejor. Ella es fuerte, como todos sus compatriotas en estos momentos duros. Ella me enseñó a no morir arrodillado y que ante la adversidad siempre hay un camino. 

Me alegró el día conocerla un poco, encontrarla fue hallar una flor en medio de escombros. Ella era muy bella y lo mejor, que es mucho más por dentro.